“¡ASESINO, CRIMINAL, ASESINO DE NIÑOS!”
A lo largo del libro aparecen diálogos encabezados con el título «La Comunicación No Violenta en acción». Estos pretenden expresar todo el sabor de un diálogo real en el que uno de los interlocutores aplica los principios de la comunicación no violenta. Sin embargo, la CNV no es simplemente un lenguaje ni un conjunto de técnicas aplicadas al uso de las palabras, ya que la actitud consciente y receptiva que implica también puede expresarse por medio del silencio, la simple presencia, la expresión facial o el lenguaje corporal. Los diálogos de «La Comunicación noviolenta en acción» que aparecen en el libro son versiones necesariamente destiladas y abreviadas de episodios de la vida real, en donde los momentos de silenciosa empatía, las anécdotas, los rasgos de humor o los gestos seguramente lograron que la conexión generada entre ambas partes fuera más natural de lo que parece en estos diálogos impresos.
Me encontraba presentando los principios de la comunicación noviolenta en una mezquita del campamento de refugiados de Deheisha, en Belén, ante una concurrencia de 170 musulmanes palestinos. En aquella época la actitud hacia a los estadounidenses estaba muy lejos de ser favorable. Mientras hablaba, de pronto detecté en la audiencia una oleada de conmoción encubierta. En el momento en que una persona del público se puso de pie, mi intérprete me advirtió: «¡Murmuran que usted es estadounidense!». Mirándome directamente a los ojos, el hombre que se había levantado me gritó: «¡Asesino!». Se le adhirió inmediatamente una docena de voces que me gritaron a coro: «¡Asesino!», «¡Criminal!», «¡Asesino de niños!».
Por suerte, pude centrar la atención en lo que sentía y necesitaba el hombre que se había puesto de pie. En el trayecto hacia el campamento de refugiados, había visto varias latas de gases lacrimógenos lanzadas al campamento la noche anterior. En las latas podía leerse una inscripción muy visible: Made in USA. Sabía que los refugiados abrigaban mucho odio contra Estados Unidos porque suministraba gases lacrimógenos y otras armas a Israel.
Dirigiéndome al hombre que me había llamado «asesino» inicié con él el siguiente diálogo:
Yo: ¿Usted está indignado porque querría que mi gobierno utilizara de otra manera sus recursos? (Yo no sabía si mi suposición era acertada, pero sí que era primordial mi esfuerzo sincero para conectarme con sus sentimientos y necesidades.)
Él: ¡Claro que estoy indignado! ¿Le parece que necesitamos gases lacrimógenos? ¡Necesitamos cloacas, no gases lacrimógenos!
¡Necesitamos viviendas! ¡Necesitamos vivir en nuestra tierra!
Yo: O sea, ¿usted está furioso porque le gustaría que lo ayudaran a mejorar sus condiciones de vida y a conseguir la independencia política?
Él: ¿Usted sabe cómo es vivir como yo vivo desde hace veintisiete años con mi familia, con mis hijos? ¿Tiene la menor idea de lo que es vivir como yo vivo?
Yo: Parece que está muy desesperado y que se pregunta si yo u otra persona cualquiera es capaz de entender qué significa vivir en las condiciones en que vive usted. ¿Es eso lo que me está diciendo?
Él: ¿Quiere entenderme? Dígame, ¿usted tiene hijos? ¿Van a la escuela? ¿Tienen campos de deportes? Mire, mi hijo está enfermo; juega en una cloaca abierta en plena calle. En la escuela no hay libros. ¿Se puede imaginar una escuela sin libros?
Yo: Tiene que ser muy duro para usted criar a sus hijos en estas condiciones. Usted quiere que yo comprenda que no aspira a otra cosa para sus hijos que aquello a lo que aspiran todos los padres del mundo: que puedan tener una buena educación y la oportunidad de jugar y crecer en un ambiente sano...
Él: ¡Exactamente! ¡Las cosas básicas! Los derechos humanos son eso. ¿No los llaman así ustedes, los estadounidenses? Pues entonces, ¿por qué no se acercan por aquí y ven de qué clase de derechos humanos disfrutamos nosotros gracias a ustedes?
Yo: ¿Usted querría que hubiera más estadounidenses que se dieran cuenta de la enormidad de los sufrimientos que ustedes padecen y que se hicieran cargo de las consecuencias de nuestras acciones políticas?
El diálogo prosiguió en estos términos, y el hombre fue manifestando su dolor durante casi veinte minutos más, mientras yo escuchaba tratando de identificar los sentimientos y necesidades detrás de cada una de sus afirmaciones. No expresé mi acuerdo ni mi desacuerdo. Recibí sus palabras y no las tomé como ataques, sino como regalos que me hacía un ser humano, mi prójimo, dispuesto a compartir conmigo su alma y sus profundas vulnerabilidades.
En cuanto se sintió comprendido estuvo en condiciones de escucharme, lo que me permitió exponerle las razones de mi presencia en aquel lugar. Una hora más tarde, el hombre que me había llamado «asesino» me invitaba a su casa para compartir con él una cena del Ramadán.
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