La comunicación de nuestros deseos expresada en forma de exigencias constituye otra forma de lenguaje que bloquea la compasión. Toda exigencia amenaza explícita o implícitamente a la persona que la escucha con la culpa o el castigo, en caso de que no la satisfaga. Se trata de una forma de comunicación muy corriente en nuestra cultura, sobre todo por parte de quienes ocupan posiciones de autoridad.
Mis hijos me han dado lecciones muy valiosas en lo que se refiere a las exigencias. Sin saber muy bien por qué, yo estaba convencido de que, por mi condición de padre, me correspondía exigirles determinadas cosas. Pero aprendí que, por mucho que les exigiera que las hicieran, no por eso conseguía mi propósito. Es una lección de humildad para aquellos de nosotros que creemos que, por el simple hecho de ser padres, maestros o jefes, vamos a cambiar a los demás y conseguir que hagan lo que nosotros queremos. A mí, mis hijos me enseñaron que yo no conseguiría que ellos hicieran lo que yo quería. Lo máximo que podía conseguir, a través del castigo, era que se arrepintiesen y desearan no haber actuado como lo habían hecho. Con el tiempo, también me enseñaron que, siempre que yo cometía el error de obligarlos a someterse a mis deseos ante la perspectiva del castigo, ellos disponían de medios para lograr que yo deseara no haber recurrido a ese método.
Volveremos a examinar este tema cuando aprendamos a diferenciar las peticiones de las exigencias, un aspecto muy importante de la comunicación no violenta.
La comunicación que aliena de la vida también se relaciona con el concepto de que ciertas acciones merecen recompensa mientras que otras merecen castigo.
Esta idea se expresa en la palabra “merecer”, como en “Él merece castigo por lo que hizo”. Supone “maldad” por parte de las personas que actúan de determinada manera y requiere castigo para que se arrepientan y cambien su comportamiento. Creo que interesa a todo el mundo que las personas cambien no para evitar el castigo sino porque consideran que el cambio los beneficia.
La mayoría de nosotros crecimos hablando un lenguaje que nos estimula a etiquetar, comparar, exigir y emitir juicios más que a darnos cuenta de lo que estamos sintiendo y necesitando. Creo que la comunicación que aliena de la vida se basa en concepciones de la naturaleza humana que han ejercido su influencia durante varios siglos. Estas concepciones ponen el énfasis en nuestra maldad y en nuestras deficiencias innatas, así como en la necesidad de una educación que controle nuestra naturaleza inherentemente indeseable. Tal educación con frecuencia nos deja preguntándonos si hay algo incorrecto en cualquier tipo de sentimiento o necesidad que podamos tener. Desde pequeños aprendemos a dejar a un lado lo que sucede en nuestro interior.
La comunicación que nos aliena de la vida surge de las sociedades jerárquicas o de dominación, y las sustenta. Cuando los pueblos están controlados por un número pequeño de individuos que buscan el beneficio propio, a los reyes, zares, nobles, etc., les resulta muy útil que las masas se eduquen con una mentalidad de esclavos. A tal efecto, el lenguaje de lo incorrecto y de expresiones como “deberías” y “tienes que” es totalmente adecuado para ese propósito: cuanto más acostumbramos a las personas a pensar en términos de juicios moralistas que implican lo que está mal o incorrecto, tanto más aprenden a mirar hacia afuera de sí mismos –a las autoridades externas– para encontrar la definición de lo que constituye lo correcto, lo incorrecto, lo bueno y lo malo. Cuando nos ponemos en contacto con nuestros sentimientos y necesidades, los seres humanos dejamos de ser buenos esclavos o subordinados.
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