En los cuatro capítulos anteriores describí los cuatro componentes de la Comunicación noviolenta: lo que observamos, sentimos y necesitamos y lo que queremos pedir a los demás para enriquecer nuestra vida. Pasemos ahora de la autoexpresión a la aplicación de estos mismos cuatro componentes para escuchar lo que observan, sienten y necesitan los demás y lo que nos piden. Nos referimos a esta faceta del proceso de la comunicación como «recepción empática»
La presencia: no nos limitemos a hacer algo, estemos presentes
La empatía consiste en una comprensión respetuosa de lo que los demás están experimentando. El filósofo chino Chuang-Tzu afirmó que la verdadera empatía requiere escuchar con todo el ser: «Escuchar simplemente con los oídos es una cosa. Escuchar con el entendimiento es otra distinta. Pero escuchar con el alma no se limita a una sola facultad, al oído o al entendimiento. Exige vaciar todas las facultades. Y cuando las facultades están vacías, es todo el ser el que escucha. Entonces se capta de manera directa aquello que se tiene delante, lo cual jamás podría oírse a través del oído ni comprenderse con la mente.»
En nuestra relación con los demás la empatía sólo se produce cuando hemos sabido desprendernos de todas las ideas preconcebidas y todos los prejuicios. Martin Buber, el filósofo israelí nacido en Austria, describe con estas palabras la calidad de la presencia que nos exige la vida: «Pese a todas las similitudes, cada situación de la vida, como un niño recién nacido, tiene un nuevo rostro que no ha aparecido nunca ni volverá a aparecer jamás. Exige, pues, una manera de actuar que no puede preverse de antemano. No exige nada de otro momento vivido en el pasado, sino presencia, responsabilidad: nos exige a nosotros mismos».
Esta presencia que requiere la empatía no es fácil de mantener. «La capacidad de prestar atención a la persona que sufre es muy rara y difícil; es casi un milagro; es un milagro —afirma la escritora francesa Simone Weil—. Es una capacidad que casi ninguno de los que creen tenerla tiene en realidad.» En lugar de la empatía, solemos caer, en cambio, en la tendencia a dar consejos, a tranquilizar o a explicar cuál es nuestra postura o nuestros sentimientos. La empatía, en cambio, requiere centrar toda la atención en el mensaje que nos transmite la otra persona. Damos a los demás el tiempo y el espacio que necesitan para expresarse plenamente y sentirse comprendidos. Hay un proverbio budista que describe muy bien esta capacidad:
«No se limite a hacer algo, esté presente».
Suele ser frustrante para una persona que necesita empatía que la tratemos como si necesitara que la tranquilicemos o que le demos consejos. Mi hija me dio una lección que me enseñó a verificar antes de ofrecer un consejo o un consuelo si la otra persona quiere o no recibirlo. Un día, al mirarse en el espejo, dijo: «Soy fea como un sapo».
Le respondí: «Eres la criatura más maravillosa que puso Dios sobre la faz de la tierra». Pero ella, lanzándome una mirada cargada de exasperación, exclamó: «¡Oh, papá!», y salió de la habitación dando un portazo. Más tarde comprendí que a mi hija le hacía falta un poco de empatía. En lugar de tratar de tranquilizarla de una manera tan inoportuna, podría haberle preguntado: «¿Hay algo en la forma en que hoy te ves que te molesta?».
Mi amiga Holley Humphrey descubrió ciertas conductas habituales que nos impiden estar lo suficientemente presentes para conectarnos de manera empática con los demás. A continuación doy algunos ejemplos de este tipo de obstáculos:
• Aconsejar: «Creo que deberías...», «¿Cómo es que no...?».
• Competir: «Eso no es nada, voy a contarte lo que me ocurrió a mí».
• Educar: «Esto puede convertirse en una experiencia muy positiva para ti si...»
• Consolar: «No es culpa tuya, hiciste lo que pudiste».
• Contarle alguna historia parecida: «Esto me recuerda una vez que...».
• Minimizar: «Vamos, ánimo. ¡No es para tanto!».
• Compadecer: «¡Oh, pobre...!».
• Interrogar: «¿Cuándo empezó esto?».
• Explicar: «Yo habría venido, pero...».
• Corregir: «No, esto no ocurrió así».
En su libro Cuando a la gente buena le pasan cosas malas,* el rabino Harold Kushner habla de lo doloroso que fue para él, cuando su hijo se estaba muriendo, escuchar de los demás palabras destinadas a darle consuelo. Y fue más doloroso todavía reconocer que él se había pasado veinte años de su vida diciendo aquellas mismas cosas a otras personas en situaciones similares.
Cuando creemos que tenemos que «arreglar las cosas» para que los demás se sientan mejor, dejamos de estar presentes. Somos particularmente susceptibles de caer en este error quienes trabajamos como counselors o psicoterapeutas. Una vez, cuando estaba trabajando con veintitrés profesionales de la salud mental, les pedí que escribieran, palabra por palabra, cómo responderían a un consultante que les dijera: «Me siento muy deprimido, y no veo razón para seguir adelante». Después de recoger las respuestas que habían escrito, les anuncié: «Ahora voy a leerles en voz alta lo que escribieron todos ustedes. Que cada cual se imagine que es la persona deprimida, y cuando oiga alguna frase que le dé la sensación de haber sido comprendido, que levante la mano». Sólo tres de las veintitrés respuestas les hicieron levantar la mano. Las respuestas más frecuentes fueron preguntas del tipo de: «¿Cuándo empezó esto?», las cuales más bien dan la impresión de que el profesional está recabando la información necesaria para establecer un diagnóstico y decidir el tratamiento adecuado para el problema. En realidad, este tipo de comprensión intelectual de un problema impide la presencia que requiere la empatía. Cuando pensamos en lo que nos dice una persona intentando ver cómo se conecta con nuestras teorías, lo que hacemos es observar a la persona, no estar con ella. El elemento clave de la empatía es la presencia, la capacidad de estar totalmente presentes con la otra persona y lo que está sintiendo. Esta calidad de presencia es lo que distingue la empatía de una comprensión intelectual o de compadecerse ante lo que le ocurre a otra persona. Aun cuando en algunas ocasiones podamos optar por compartir los sentimientos que se despiertan en nosotros al escuchar a otras personas, conviene que tengamos muy presente que compartir cómo nos conmueve lo que oímos del otro no es lo mismo que ofrecer empatía.
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