Todos nos hemos encontrado alguna vez en medio de una conversación poco interesante, sin vida. Quizás estamos en un evento social en el que escuchamos una serie de cosas que no nos hacen sentirnos conectados con quien las dice. O estamos escuchando a alguien que habla en “blabla-iano”,* una palabra inventada por mi amiga Nelly Bryson para quien despierta en sus oyentes el temor de que se desarrolle una conversación interminable. Las conversaciones agotan su vitalidad cuando nos desconectamos de los sentimientos y necesidades que generan las palabras de la persona que habla y de las peticiones asociadas a dichas necesidades. Es la situación que suele producirse cuando la gente habla sin tener plena conciencia de lo que siente, necesita o pide. En lugar de participar en un intercambio de energía vital con otros seres humanos, tenemos la sensación de habernos convertido en papeleras adentro de las cuales van a parar las palabras.
¿Cómo y cuándo debemos interrumpir una conversación que ha llegado a un punto muerto a fin de infundirle vida? Yo diría que el momento más oportuno para interrumpirla es cuando oímos una palabra más de las que queremos oír. Cuanto más tiempo esperemos, más nos costará mostrarnos civilizados cuando intervengamos. Nuestra intención al interrumpir no es reclamar un espacio para nuestra expresión, sino ayudar a la persona que habla a conectarse con la energía vital que se esconde detrás de lo que dice.
Lo conseguimos al intentar establecer contacto con lo que probablemente sean sus sentimientos y necesidades. Si, por ejemplo, nuestra tía nos repite por enésima vez la historia de cuando su marido la abandonó hace veinte años dejándola con dos hijos pequeños, podemos interrumpirla y decirle:
«Parece, tía, que lo que te pasó sigue haciéndote daño y que te gustaría haber sido tratada más justamente». La gente no se da cuenta de que necesita empatía, y tampoco entiende que es más probable que la reciba al expresar sus sentimientos y necesidades actuales que contando injusticias y penas del pasado.
Otra manera de animar una conversación consiste en expresar abiertamente nuestro deseo de una mayor conexión y pedir la información que nos pueda ayudar a establecerla. Una vez que estaba en una fiesta, en medio de una avalancha de palabras que para mí no tenían ningún sentido, me dirigí a las nueve personas que formaban el grupo en el que me encontraba y les dije: «Perdónenme. Me estoy poniendo impaciente porque me gustaría tener una mayor conexión con todos ustedes, y nuestra conversación no está creando el tipo de conexión que yo deseo. Me gustaría saber si la conversación que tuvimos hasta este momento respondió a sus necesidades, y si es así, cuáles son esas necesidades».
Las nueve personas me miraron con asombro, como si acabara de soltar una rata en la habitación. Por suerte me acordé de que podía sintonizar con sus sentimientos y necesidades a pesar del silencio. «¿Les molesta que les haya interrumpido porque querían seguir con la conversación?», pregunté.
Tras otro silencio, uno de los presentes me respondió: «No, no me molestó en absoluto. Me quedé callado porque estaba pensando en lo que acabas de decir. La conversación no me interesaba; en realidad, me resultaba totalmente aburrida».
Esa vez me sorprendió la respuesta viniendo de quien venía, porque aquel hombre era precisamente uno de los que más había participado en la conversación. Desde que descubrí que las conversaciones que no tienen interés para el que escucha tampoco lo tienen para el que habla ya no me sorprende.
Tal vez se pregunten de dónde sacamos la valentía para interrumpir en medio de una frase a una persona cuando habla. Una vez hice una encuesta informal en la que formulé la pregunta siguiente: «Si usted habla más de la cuenta, ¿qué prefiere? ¿Quiere que su interlocutor finja que le escucha o prefiere que lo interrumpa?». Todas las personas, salvo una, manifestaron que preferían que las interrumpiesen. Sus respuestas me convencieron de que es mejor interrumpir a la persona que habla que fingir que uno la escucha. Cuando hablamos, todos pretendemos enriquecer a los demás a través de nuestras palabras, no ser unos pesados.
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