Uno de los mensajes con los que resulta más difícil empatizar para muchos de nosotros es el silencio. Esto sucede especialmente cuando hemos expresado nuestra vulnerabilidad y queremos saber cómo reaccionan los demás ante nuestras palabras. En tales ocasiones es fácil proyectar nuestros peores temores en la falta de respuesta y olvidarnos de conectarnos con los sentimientos y necesidades que los demás expresan a través del silencio.
Una vez que estaba trabajando con el personal de una empresa, me dejé llevar por la emoción del tema que trataba en aquel momento y, sin poder contenerme, me puse a llorar.
Cuando levanté los ojos, me resultó difícil recibir la respuesta del director de la empresa: un silencio absoluto. Además, desvió la mirada, un gesto que interpreté como si lo que estaba viendo en aquel momento le disgustara profundamente.
Afortunadamente, recordé prestar atención a lo que le estaría pasando en ese momento, y le dije: «Veo por su reacción que se siente disgustado por mi llanto y que seguramente preferiría contar con otra persona que supiera dominar mejor sus sentimientos para asesorar a su personal.»
Si me hubiera respondido con un «sí», yo habría aceptado que teníamos valores diferentes en lo concerniente a la expresión de las emociones, sin pensar que yo estaba equivocado al manifestar las mías como lo había hecho. Sin embargo, en lugar de responderme con un «sí», el director contestó: «No, en absoluto. Lo que estaba pensando es en lo mucho que le gustaría a mi mujer que yo llorase». Entonces confesó que su mujer, quien había iniciado los trámites de divorcio, se quejaba de que vivir con él era como vivir con una roca.
Mientras trabajaba como psicoterapeuta, una vez me puse en contacto con los padres de una joven de veinte años sometida a tratamiento psiquiátrico quien, por espacio de varios meses, había pasado por medicación, hospitalización y electrochoques. Cuando sus padres se pusieron en contacto conmigo, llevaba tres meses sin decir una palabra. Además había que ayudarla a moverse, como pude comprobar cuando la trajeron a mi consultorio ya que, de lo contrario, ella permanecía inmóvil.
En mi consultorio, se acurrucó en la silla, temblorosa y con la vista clavada en el piso. Tratando de conectarme empáticamente con los sentimientos y necesidades que expresaba a través del lenguaje no verbal, le dije: «Percibo que estás asustada y que querrías asegurarte de que no corres ningún peligro si hablas. ¿Es así?».
Como ella no reaccionaba, le manifesté mis sentimientos diciéndole: «Estoy muy preocupado por ti. Me gustaría que me dijeras si puedo hacer o decir algo para que te sientas más segura». Tampoco hubo respuesta. Por espacio de casi tres cuartos de hora seguí reflejando sus sentimientos y necesidades o expresándole los míos. No hubo respuesta, ni siquiera el más mínimo reconocimiento de mis intentos de establecer contacto con ella. Finalmente le dije que estaba cansado y que me gustaría que volviera al día siguiente.
Los días siguientes fueron como el primero. Yo seguía con la atención centrada en sus sentimientos y necesidades, a veces reflejando verbalmente lo que comprendía, y a veces reflejándolo en silencio. De vez en cuando le manifestaba lo que yo sentía. Pero ella continuaba sentada en la silla sin dejar de temblar y sin decir una palabra.
El cuarto día, viendo que seguía sin responder, me acerqué a la chica y le tomé la mano. Sin saber con certeza si conseguía transmitirle mi inquietud con las palabras, no por ello abandoné la esperanza de que el contacto físico fuera más efectivo. En respuesta al primer contacto se le tensaron los músculos y se acurrucó todavía más en la silla. Ya estaba a punto de soltarle la mano cuando noté una leve distensión, por lo que se la retuve. Unos momentos después, observé que se iba relajando. Seguí unos minutos reteniéndole la mano mientras le hablaba como lo había hecho los otros días. Ella seguía sin decir nada.
Al día siguiente pareció todavía más tensa, pero se produjo una diferencia: extendió el puño cerrado hacia mí mientras miraba hacia otro lado. Fue un gesto que en un primer momento me dejó perplejo, hasta que me di cuenta de que tenía algo en la mano y quería dármelo. Tomando con la mano su puño cerrado, fui abriéndole uno por uno los dedos que mantenía apretados con fuerza. Dentro del puño tenía un papel arrugado en el que había escrito el mensaje siguiente: «Por favor, ayúdeme a decir lo que llevo dentro».
Me quedé maravillado ante esta señal de su deseo de comunicarse. Pasé otra hora tratando de animarla, hasta que finalmente, hablando con voz lenta y temerosa, articuló la primera oración. En cuanto le reflejé lo que yo había oído, vi que se sentía aliviada y después continuó hablando, muy despacio y con temor. Un año después me envió una copia de los siguientes párrafos de su diario:
«Salí del hospital después de un tratamiento de electrochoques y de fuertes medicamentos. Fue más o menos en abril. Los tres meses anteriores están totalmente en blanco en mi mente, como lo están los tres años y medio antes de abril. Me dijeron que cuando salí del hospital estuve un tiempo en casa sin comer ni hablar, y que lo único que quería era quedarme en la cama. Entonces me derivaron al doctor Rosenberg para una consulta. No recuerdo muy bien los dos o tres meses siguientes, salvo que me llevaban al consultorio del doctor Rosenberg y que yo hablaba con él. Después de la primera visita comencé a «despertar». Ya había empezado a decirle cosas que me preocupaban, cosas que jamás hubiera soñado poder decirle a nadie. Recuerdo lo mucho que aquello significaba para mí. Me costaba tanto hablar. Pero el doctor Rosenberg se interesó mucho por mí y me lo demostró, y me dieron ganas de hablar con él. Desde entonces siempre me alegró haber sido capaz de abrirme un poco. Recuerdo que contaba los días, hasta las horas, que me faltaban para la visita siguiente.
También aprendí que enfrentarse con la realidad no es tan malo como puede parecer. Cada vez voy entendiendo con más claridad que hay cosas que necesito sacar y hacer por mi cuenta.
Me da mucho miedo. Y me cuesta mucho. Me desanima ver que a pesar de mis esfuerzos continúo fracasando. Pero lo que tiene de bueno la realidad es que también incluye cosas que son maravillosas.
El año pasado aprendí que es formidable compartir lo que me pasa con otras personas. Creo que sólo es una parte de lo que aprendí. Es muy emocionante hablar con alguien y que te escuche, y que a veces hasta te entienda.»
Sigue maravillándome el poder sanador de la empatía. Muchas veces fui testigo del triunfo que supone para una persona trascender los efectos paralizantes del dolor psicológico cuando consigue establecer suficiente contacto con alguien que sabe escucharlos con empatía. Para escuchar, no nos hacen falta conocimientos de dinámica psicológica ni una formación e psicoterapia; lo esencial es poder estar presentes ante lo que realmente le ocurre por dentro a una persona, ante los particulares sentimientos y necesidades que está viviendo en ese mismo momento.
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